martes, 27 de marzo de 2018

El nublado rojo


El nublado rojo está ambientado en una época en que Castilla se inundaba de cantares de Rosalía de Castro: "Castellanos de Castilla, tratade ben ós galegos..." Eran los himnos de los segadores que emigraban desde Galicia en tiempos de cosecha. Una tarde de nublado rojo (la peor de las tormentas de pedrisco, según dicen algunas gentes de La Moraña), desaparecieron tres segadores y nadie volvió a saber de ellos.
 

                                                                                          Segadores gallegos de la comarca de Valdeorras (Orense). En los campos de Mamblas (Ávila) 2001 

“De nada sirvieron las plegarias. Nadie olvidó nunca aquel enorme rugido, como salido, de las entrañas de la tierra”
 ¿Dónde están los segadores gallegos? To­dos los que estaban en el campo habían vuelto deprisa al pueblo, algunos ya malheridos por los primeros golpes del pe­drisco. Todos menos ellos.
    Aquella tarde de finales de julio vino el nublado rojo y arruinó las cosechas de toda la Moraña, destruyó casas y caminos, se llevó por delante árboles y huertos y se quedó en la memoria de todos. Fue hace cuarenta años. Los mares de espigas todavía sin segar se mecieron primero antes de morir componiendo una suave melodía y después se agitaron violenta­mente hasta que el vendaval que precedió al nublado las arrancó de la tierra. Y entonces las espigas volaron y pareció como si el cielo negro se las tragara.
     Aquellos tres segadores surcaban el cereal siguien­do la estela de los relámpagos en dirección norte. Y avanzaban más que el resto de las cuadrillas, aunque las hoces hubieran empezado a brillar no con los pri­meros destellos del sol sino a plena luz de la luna y aunque en la casa de don Luciano, el amo de las tierras, aquel verano compartieran una cebolla en los desayunos, con mendrugos de un pan tan duro como los garbanzos y el tocino rancio y amarillo de los almuerzos.

     Pero los últimos que les vieron la tarde del nubla­do aseguran que parecían contentos y que no dejaban de cantar aquellas famosa coplillas de Rosalía, con­ vertidas en el himno de todos los segadores emi­grantes de Galicia:

"Castellanos de Castilla
       tratade ben ós galegos
       cando van, van como rosas
       cando ven, ven como negros..."

Son muchos los que recuerdan la imagen, clara, nítida, imborrable, de los segadores cantando en medio de los trigales. Son más los que saben de aque­lla tarde de nublado rojo. Son todos los que guardan silencio.
     Hay quien puede asegurar que las primeras nubes negras aparecieron en el horizonte casi al despuntar la mañana y enseguida se agarraron en toda la zona de Madrigal de las Altas Torres. Más allá del mediodía La Moraña entera se había oscurecido como en un eclipse y el aire se ensañaba con las ramas de los árboles y con los tejados.
      Las campanas tañían en todos los pueblos para avisar de los peligros que se acercaban.
     Ya volaban las espigas y mientras, los segadores, de cuando en cuando, dicen los que les vieron, lanza­ban sus gorras al aire para después intentar recoger­las al vuelo. Pero el viento se llevaba las gorras y ellos corrían tras ellas. Así una y otra vez. Alguien aventuró que estarían celebrando que aquel día de finales de julio cobrarían los jornales atrasados de la casa de don Luciano.
      Los que huían al pueblo les gritaban en vano que dejaran de segar y se refugiaran.
      Pudo ser que a las cuatro comenzara el aparato eléctrico con una virulencia inusitada y que los rayos se cebaran, a lo lejos, en Madrigal, con la torre de San Nicolás de Bári, que aquella tarde bien pudo rasgarse en dos por la fuerza de la tormenta. Y pudo ser tam­bién que los truenos encogieran el más valiente de los espíritus. Sobre esa hora alguien vio a lo lejos la enor­me nube ensangrentada, que se movía, muy lenta­mente, casi a ras del monte, con su carga mortífera a cuestas.
       -¡El nublado rojo!
      -¡Está aquí, Dios mío, ayúdanos!

Fue hacia las cinco de la tarde cuando la tormenta debió descargar en toda su plenitud. Llovió copiosa­mente, brutalmente, durante largo tiempo. Al termi­nar el aguacero, la nube roja ya había cubierto el cielo. De nada sirvieron las plegarias. Nadie olvidó nunca aquel enorme rugido, como salido de las entrañas de la tierra, que desintegró la nube en millones de gran­des piedras que cayeron sin piedad sobre el pueblo y los campos, igual que una maldición.
     Y nunca más desde aquel día se volvió a saber de aquellos tres hombres que no regresaron a Galicia. El nublado rojo dejó una herencia de malos presagios. Todavía sonaban los ecos de aquellas historias de segadores desaparecidos durante la Guerra Civil que muchos se empeñaban en relegar a los anales de la leyenda negra. Habían pasado algunos años desde 1936 pero la historia parecía ser la misma: muchos los vieron, más los recordaron, todos sabían y todos callaron durante años.
     ¿Dónde están los segadores gallegos?
       Don Luciano cree escuchar esa pregunta entre los aullidos del aire que hoy sopla tan fuerte.
     Es el tiempo de la madurez de todos los frutos de la tierra. El océano de cereal brilla en verano y una leve brisa le hace ondear al atardecer, cuando la luz transforma las mieses en oro. Pero hoy no hay brisa, hay viento huracanado, una mala señal, aunque las modernas máquinas no temen tanto a los nublados. Hace muchos años que ya no bajan segadores de Galicia a trabajar sin descanso bajo el sol que abrasa en verano las austeras tierras de Castilla.
     Don Luciano contempla el vuelo de cientos de espigas arrancadas por el viento mientras pasea por sus tierras y observa el recorrido que va trazando la tormenta. Puede ver el camino que sigue por los pue­blos la cortina eléctrica de lluvia. En el horizonte gris plomizo se recorta, casi imperceptible, la torre de San Nicolás de Bari, que vela desde Madrigal las cosechas y las siegas desde tiempos inmemoriales, de norte a sur y de este a oeste. Otra vez sobre ella se agarrará hoy el rayo y parecerá que quiera partirla en dos. Don Luciano conoce de memoria, y desde hace muchos años, cada paso que da la tormenta en estos parajes.
      Pero hoy no es igual que otras veces. Entre las nubes negras se distingue una teñida de sangre que avanza muy despacio, pero ya sin retomo. La lluvia dará paso al pedrisco que golpeará sus campos hasta destruirlos. Es el nublado rojo, el más terrible de los nublados, que ha vuelto después de tantos años.
      ¿Dónde están los segadores gallegos?
       El viento se lo pregunta a Don Luciano cada vez que llueve para después susurrarle un canto de siega que las espigas acompañan con su danza:

"¡Castellanos de Castilla
         tendes corazón de aceiro
         alma como as penas dura,
         e sen entrañas o peito!"

 Don Luciano, el hombre con más poder del pue­blo, entonces y ahora, temido hasta por alcaldes, curas y beneméritos agentes del orden, tiembla hoy de miedo cuando por fin llueve y siente los truenos sobre su cabeza. Ya sabe que ocurrirá lo mismo que en pasadas tormentas y que verá a lo lejos las siluetas de los segadores gallegos avanzar lentamente entre los campos de cereal, con una mano extendida hacia él y la otra sujetando la boina contra el pecho. Ya se le acercan los segadores. Ya no son siluetas y don Luciano no sabe lo que son las tres figuras que cami­nan hacia él. Ya puede ver la sangre que les brota de las camisas y ya escucha con claridad sus llantos y sus gritos que se confunden con los truenos.

Nunca los había tenido tan cerca como hoy. Ahora puede distinguir sus rostros desfigurados, cadavéri­cos y bañados en lágrimas y escucha sus terribles lamentos con una perfecta nitidez, aunque no entien­de lo que le están diciendo. El pánico ha invadido los sentidos de don Luciano, que se orina en los pantalo­nes.
     Hace cuarenta años, la misma tarde en que des­cargó aquel nublado rojo que sumió a los morañegos en la miseria y en la desesperación durante largos meses, los truenos ahogaron los gritos de tres hom­bres que murieron a la vez que los trigos y las ceba­das. La última sangre viva de las víctimas salpicó a don Luciano, cegado por una ira similar a la de la tor­menta que estaba echando a perder sus haciendas. Rabia transformada en sangre. Sangre en los ojos, en las manos, en las camisas de los muertos. Sangre en la nube que acababa de posarse sobre el pueblo. Los enterró cerca de la carretera. Después comenzó a caer el pedrisco.
     Aquellos tres segadores ya no volverían a pedirle jornales atrasados, ya no le amenazarían más con dejar de trabajar hasta que no cobraran lo que decían que era suyo, ya no le implorarían más con la gorra en la mano y la mano contra el pecho, ya no volverían a sus casas de Galicia, donde madres y esposas les estarían esperando en vano, cada amanecer y cada anochecida, sin comprender jamás por qué sus hijos y maridos no volvían de hacer la siega en Castilla.
     Ahora, a don Luciano le temblaban violentamente las piernas y estaba seguro de que se desplomaría de un momento a otro. Los espectros de los segadores alargaban sus manos hacia él, sin dejar de llorar y gri­tar de aquella forma tan terrorífica, igual que hicieron en la tarde de su muerte, cuando atrapados en una llanura infinita, corrían hacia todas partes y hacia ningún lugar, tratando de zafarse de la escopeta del amo, ya verdugo, que disparaba sin cesar amparán­dose en que los truenos se aliaban con su crimen, silenciando hasta los tiros de gracia con que les remató en medio del campo.
     Tras la orgía de muerte, don Luciano regresó de los campos a su casona, lleno de barro y cansado. Lo primero que hizo fue limpiar de sangre su escopeta de caza.
      Días después también quiso limpiar su conciencia y por eso pagó de su bolsillo el crucero de granito que se colocó a las puertas de la iglesia del pueblo. Con letras negras incrustadas en la piedra, quedó plasma­do un recordatorio: "Don Luciano Jiménez, ilustre hijo de la villa y mejor cristiano, donó este monu­mento con el fruto de su trabajo".
     Cuántas manos pudo estrechar don Luciano aque­lla mañana de domingo a la salida de misa, mientras, con gran pompa y celebración, quedaba inaugurado el crucero. Cuantas veces pudo explicar su honrada motivación:
     -Es para pedirle a Dios que vengan buenos tiem­pos para los campos, para que no pase más la de este año, para que no vuelva el nublado rojo.

       Y desde ese mismo día, cuántas veces pudo oír, o creyó oír, entre la multitud, un susurro que se alzaba como si fuera un clamor. ¿Dónde está esa cuadrilla de segadores que trabajaba en la casa de don Luciano? ¿Acaso se han marchado ya a su tierra?
       -¿Dónde están aquéllos segadores gallegos que trabajaban en su casa, don Luciano ? No se les ha vuelto a ver por aquí -le preguntó un día el tabernero.
       -No sé dónde andarán, se marcharon sin avisar y no he vuelto a verles el pelo.
       Don Luciano trató en vano de cambiar de tema.
     -Me han dicho que esta noche volvieron los lobos...
     -¡Qué raro!, si parecían muy formales, los hom­bres...
     -Hay que hacer algo, o esos cabrones terminarán con todos los rebaños y no están los tiempos como para andar perdiendo dinero.
     -Fíjese, que el más joven, sí, ése que debía ser de una aldea de cerca de Mondoñedo, estuvo enseñan­do al personal una foto que tenía de su novia. Una chica muy guapa, sí señor. Que si se iba a casar en cuanto volviera de hacer la siega, decía...
      -Es que ya es la tercera vez que bajan los bichos en lo que va de mes. Menudo destrozo están haciendo... ¡Serán cabrones! Si me los echo a la cara les abro la cabeza de un tiro.
      "Como a los segadores", creyó don Luciano, ate­rrado, que habría pensado el tabernero en ese momento, mientras ambos se sostenían la mirada en silencio.
       -Cóbrate, que me marcho.
       -¿No quiere hoy otro vino, don Luciano?
       -¡No!
      Al salir de la taberna, había comenzado a llover. Era la señal del viento para torturarle otra vez bufán­dole al oído una letanía de preguntas:
       -¿Por qué los mataste, a ellos, que nada poseían más que su vida?
       -Yo no les maté -masculló entre dientes don Luciano.
       -Mientes, don Luciano, claro que los mataste, que yo te vi.
       El viento movía papeles y hojas que había tirados en el suelo y golpeaba puertas y ventanas de las casas del pueblo.
      -Nadie me vio -sentenció don Luciano.
      -Yo diré a las gentes que fuiste tú, don Luciano, el asesino de los segadores -soplaba, casi chillaba, el viento.
      Y aunque esta amenaza se cumpliera, aunque en las plazas y en los mercados de La Moraña se hicie­ran corrillos de murmuradores, aunque todos los dedos acusaran a don Luciano, el silencio reinó en la llanura de Ávila.
      Pocos meses después, otra tarde lluviosa de otoño, don Luciano vio por primera vez a los segadores que corrían, a lo lejos, entre los campos. Con los años comenzó a acostumbrarse a estas visiones que ya no le abandonarían y que siempre acompañaban a la voz del viento en en los días de aguacero.

***
    Don Luciano llora ahora también y grita igual que los fantasmas de los segadores, que ya se encuentran a menos de un palmo de distancia.

-Os pagaré lo que os debo, os pagaré, lo juro, os pagaré...

Puede ya mirarles a los ojos y ante él aparecen des­plegados, con todos sus matices, como en una película a cámara lenta, cada gesto de dolor de hace cuarenta años, cada mueca de miedo, cada jadeo de la huida desesperada, cada grito de pavor ante la certeza de la muerte, los llantos de impotencia, el clamor de las últi­mas oraciones desordenadas...

Y el viento, ya huracanado, entona, más intensos que nunca, los acordes de un canto de siega:

"Cando foi, iba sorrindo,
      cando ven, viña morrendo;
      a luciña dos meus ollos,
      o amantiño do meu peito"

Don Luciano ya está a punto de tocar con sus dedos a los tres fantasmas.

-¡Ay, mi cosecha, ay, mis tierras! -dice mirando a un cielo que ha descendido, negro y rojo, hasta las copas de los árbo­les.
      Entonces los segadores se abalanzan sobre él, sin dejar de gritar. En ese momento don Luciano se hinca de rodillas en el barro y pide clemencia.
      Pero el rugido inmenso de la nube colorada partién­dose en millones de piedras oculta la súplica. Ni siquie­ra el viento ha podido escucharle.

 ***
El cuerpo de don Luciano lo encontraron horas más tarde. Estaba lleno de señales moradas que dela­taban, según se dijo, los golpes del pedrisco. Tenía los ojos desencajados y su rostro dibujaba una expre­sión que infundió un gran espanto a los que vieron el cadáver. El nublado rojo hizo crecer los arroyos hasta sacarlos de sus cauces naturales. Las tierras, la carre­tera y después las casas del pueblo, se inundaron. La riada, cruel e iracunda, no sólo anegó todo lo que encontró a su paso. También desenterró tres esque­letos de una cuneta lejana y los arrastró con fuerza hasta la puerta de la iglesia. Allí quedaron, junto al crucero de granito, los huesos y las calaveras, com­poniendo una macabra danza en medio del barro y de los charcos, hasta que alguien tuvo el valor de reco­gerlos y llevarlos al cementerio.

Y, al igual que sucedió hace cuarenta años, otra vez, hasta hoy, todas las voces callaron.

 3 de marzo de 2005

El relato:

Milagros Gil Lázaro nació en Ávila en 1973 y es periodista. Ha desarrollado su labor profesional en distintos medios de comunicación, siempre en el ámbito de Castilla y León, como en  Europa Press, TVE, y ABC. Con el relato “El nublado rojo” recibió, este año, el Premio de Narrativa de la Asociación de la Prensa de Ávila.

Fotografías:

José Luis Nogueira
Bruno Coca
1.- Las fotografías de las siegas están tomadas en los campos de Mamblas en en el año 2001, con motivo de la escenificación de la siega por los segadores gallegos de la comarca de Valdeorras (Orense) y en el marco de la fiesta "Los segadores gallegos en Castilla".
2.- La fotografía de los segadores de pie, pertenece a un fotograma de la película "La venganza" de Antonio Bardem, que se estrenó en 1958.


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