El nublado rojo está ambientado en una época en que Castilla se
inundaba de cantares de Rosalía de Castro: "Castellanos
de Castilla, tratade ben ós galegos..." Eran los himnos de los
segadores que emigraban desde Galicia en tiempos de
cosecha. Una tarde de nublado rojo (la peor de las tormentas de pedrisco, según
dicen algunas gentes de La Moraña), desaparecieron
tres segadores y nadie volvió a saber de ellos.
Aquella tarde de finales de julio vino el nublado rojo y arruinó las cosechas de toda la Moraña, destruyó casas y caminos, se llevó por delante árboles y huertos y se quedó en la memoria de todos. Fue hace cuarenta años. Los mares de espigas todavía sin segar se mecieron primero antes de morir componiendo una suave melodía y después se agitaron violentamente hasta que el vendaval que precedió al nublado las arrancó de la tierra. Y entonces las espigas volaron y pareció como si el cielo negro se las tragara.
Aquellos tres segadores surcaban el cereal siguiendo la estela de los relámpagos en dirección norte. Y avanzaban más que el resto de las cuadrillas, aunque las hoces hubieran empezado a brillar no con los primeros destellos del sol sino a plena luz de la luna y aunque en la casa de don Luciano, el amo de las tierras, aquel verano compartieran una cebolla en los desayunos, con mendrugos de un pan tan duro como los garbanzos y el tocino rancio y amarillo de los almuerzos.
Pero los últimos que les vieron la tarde del nublado aseguran que parecían contentos y que no dejaban de cantar aquellas famosa coplillas de Rosalía, con vertidas en el himno de todos los segadores emigrantes de Galicia:
"Castellanos
de Castilla
tratade ben ós galegoscando van, van como rosas
cando ven, ven como negros..."
Son muchos los que recuerdan la imagen, clara,
nítida, imborrable, de los segadores cantando en medio de los trigales. Son más
los que saben de aquella tarde de nublado rojo. Son todos los que guardan
silencio.
Hay quien puede asegurar que las primeras nubes
negras aparecieron en el horizonte casi al despuntar la mañana y enseguida se
agarraron en toda la zona de Madrigal de las Altas Torres. Más allá del
mediodía La Moraña entera se había oscurecido como en un eclipse y el aire se
ensañaba con las ramas de los árboles y con los tejados.Las campanas tañían en todos los pueblos para avisar de los peligros que se acercaban.
Ya volaban las espigas y mientras, los segadores, de cuando en cuando, dicen los que les vieron, lanzaban sus gorras al aire para después intentar recogerlas al vuelo. Pero el viento se llevaba las gorras y ellos corrían tras ellas. Así una y otra vez. Alguien aventuró que estarían celebrando que aquel día de finales de julio cobrarían los jornales atrasados de la casa de don Luciano.
Los que huían al pueblo les gritaban en vano que dejaran de segar y se refugiaran.
Pudo ser que a las cuatro comenzara el aparato eléctrico con una virulencia inusitada y que los rayos se cebaran, a lo lejos, en Madrigal, con la torre de San Nicolás de Bári, que aquella tarde bien pudo rasgarse en dos por la fuerza de la tormenta. Y pudo ser también que los truenos encogieran el más valiente de los espíritus. Sobre esa hora alguien vio a lo lejos la enorme nube ensangrentada, que se movía, muy lentamente, casi a ras del monte, con su carga mortífera a cuestas.
-¡El nublado rojo!
-¡Está aquí, Dios mío, ayúdanos!
Fue hacia las cinco de la tarde cuando la
tormenta debió descargar en toda su plenitud. Llovió copiosamente, brutalmente,
durante largo tiempo. Al terminar el aguacero, la nube roja ya había cubierto
el cielo. De nada sirvieron las plegarias. Nadie olvidó nunca aquel enorme
rugido, como salido de las entrañas de la tierra, que desintegró la nube en
millones de grandes piedras que cayeron sin piedad sobre el pueblo y los
campos, igual que una maldición.
Y nunca más desde aquel día se volvió a saber
de aquellos tres hombres que no regresaron a Galicia. El nublado rojo dejó una
herencia de malos presagios. Todavía sonaban los ecos de aquellas historias de
segadores desaparecidos durante la Guerra Civil que muchos se empeñaban en
relegar a los anales de la leyenda negra. Habían pasado algunos años desde 1936
pero la historia parecía ser la misma: muchos los vieron, más los recordaron,
todos sabían y todos callaron durante años.¿Dónde están los segadores gallegos?
Don Luciano cree escuchar esa pregunta entre los aullidos del aire que hoy sopla tan fuerte.
Es el tiempo de la madurez de todos los frutos de la tierra. El océano de cereal brilla en verano y una leve brisa le hace ondear al atardecer, cuando la luz transforma las mieses en oro. Pero hoy no hay brisa, hay viento huracanado, una mala señal, aunque las modernas máquinas no temen tanto a los nublados. Hace muchos años que ya no bajan segadores de Galicia a trabajar sin descanso bajo el sol que abrasa en verano las austeras tierras de Castilla.
Don Luciano contempla el vuelo de cientos de espigas arrancadas por el viento mientras pasea por sus tierras y observa el recorrido que va trazando la tormenta. Puede ver el camino que sigue por los pueblos la cortina eléctrica de lluvia. En el horizonte gris plomizo se recorta, casi imperceptible, la torre de San Nicolás de Bari, que vela desde Madrigal las cosechas y las siegas desde tiempos inmemoriales, de norte a sur y de este a oeste. Otra vez sobre ella se agarrará hoy el rayo y parecerá que quiera partirla en dos. Don Luciano conoce de memoria, y desde hace muchos años, cada paso que da la tormenta en estos parajes.
Pero hoy no es igual que otras veces. Entre las nubes negras se distingue una teñida de sangre que avanza muy despacio, pero ya sin retomo. La lluvia dará paso al pedrisco que golpeará sus campos hasta destruirlos. Es el nublado rojo, el más terrible de los nublados, que ha vuelto después de tantos años.
¿Dónde están los segadores gallegos?
"¡Castellanos
de Castilla
tendes
corazón de aceiroalma como as penas dura,
e sen entrañas o peito!"
Nunca los había tenido tan cerca como hoy.
Ahora puede distinguir sus rostros desfigurados, cadavéricos y bañados en
lágrimas y escucha sus terribles lamentos con una perfecta nitidez, aunque no
entiende lo que le están diciendo. El pánico ha invadido los sentidos de don
Luciano, que se orina en los pantalones.
Hace cuarenta años, la misma tarde en que descargó
aquel nublado rojo que sumió a los morañegos en la miseria y en la
desesperación durante largos meses, los truenos ahogaron los gritos de tres hombres
que murieron a la vez que los trigos y las cebadas. La última sangre viva de
las víctimas salpicó a don Luciano, cegado por una ira similar a la de la tormenta
que estaba echando a perder sus haciendas. Rabia transformada en sangre. Sangre
en los ojos, en las manos, en las camisas de los muertos. Sangre en la nube que
acababa de posarse sobre el pueblo. Los enterró cerca de la carretera. Después
comenzó a caer el pedrisco.Aquellos tres segadores ya no volverían a pedirle jornales atrasados, ya no le amenazarían más con dejar de trabajar hasta que no cobraran lo que decían que era suyo, ya no le implorarían más con la gorra en la mano y la mano contra el pecho, ya no volverían a sus casas de Galicia, donde madres y esposas les estarían esperando en vano, cada amanecer y cada anochecida, sin comprender jamás por qué sus hijos y maridos no volvían de hacer la siega en Castilla.
Ahora, a don Luciano le temblaban violentamente las piernas y estaba seguro de que se desplomaría de un momento a otro. Los espectros de los segadores alargaban sus manos hacia él, sin dejar de llorar y gritar de aquella forma tan terrorífica, igual que hicieron en la tarde de su muerte, cuando atrapados en una llanura infinita, corrían hacia todas partes y hacia ningún lugar, tratando de zafarse de la escopeta del amo, ya verdugo, que disparaba sin cesar amparándose en que los truenos se aliaban con su crimen, silenciando hasta los tiros de gracia con que les remató en medio del campo.
Tras la orgía de muerte, don Luciano regresó de los campos a su casona, lleno de barro y cansado. Lo primero que hizo fue limpiar de sangre su escopeta de caza.
Días después también quiso limpiar su conciencia y por eso pagó de su bolsillo el crucero de granito que se colocó a las puertas de la iglesia del pueblo. Con letras negras incrustadas en la piedra, quedó plasmado un recordatorio: "Don Luciano Jiménez, ilustre hijo de la villa y mejor cristiano, donó este monumento con el fruto de su trabajo".
Cuántas manos pudo estrechar don Luciano aquella mañana de domingo a la salida de misa, mientras, con gran pompa y celebración, quedaba inaugurado el crucero. Cuantas veces pudo explicar su honrada motivación:
-Es para pedirle a Dios que vengan buenos tiempos para los campos, para que no pase más la de este año, para que no vuelva el nublado rojo.
-¿Dónde están aquéllos segadores gallegos que trabajaban en su casa, don Luciano ? No se les ha vuelto a ver por aquí -le preguntó un día el tabernero.
-No sé dónde andarán, se marcharon sin avisar y no he vuelto a verles el pelo.
Don Luciano trató en vano de cambiar de tema.
-Me han dicho que esta noche volvieron los lobos...
-¡Qué raro!, si parecían muy formales, los hombres...
-Hay que hacer algo, o esos cabrones terminarán con todos los rebaños y no están los tiempos como para andar perdiendo dinero.
-Fíjese, que el más joven, sí, ése que debía ser de una aldea de cerca de Mondoñedo, estuvo enseñando al personal una foto que tenía de su novia. Una chica muy guapa, sí señor. Que si se iba a casar en cuanto volviera de hacer la siega, decía...
-Es que ya es la tercera vez que bajan los bichos en lo que va de mes. Menudo destrozo están haciendo... ¡Serán cabrones! Si me los echo a la cara les abro la cabeza de un tiro.
"Como a los segadores", creyó don Luciano, aterrado, que habría pensado el tabernero en ese momento, mientras ambos se sostenían la mirada en silencio.
-Cóbrate, que me marcho.
-¿No quiere hoy otro vino, don Luciano?
-¡No!
Al salir de la taberna, había comenzado a llover. Era la señal del viento para torturarle otra vez bufándole al oído una letanía de preguntas:
-¿Por qué los mataste, a ellos, que nada poseían más que su vida?
-Yo no les maté -masculló entre dientes don Luciano.
-Mientes, don Luciano, claro que los mataste, que yo te vi.
El viento movía papeles y hojas que había tirados en el suelo y golpeaba puertas y ventanas de las casas del pueblo.
-Nadie me vio -sentenció don Luciano.
-Yo diré a las gentes que fuiste tú, don Luciano, el asesino de los segadores -soplaba, casi chillaba, el viento.
Y aunque esta amenaza se cumpliera, aunque en las plazas y en los mercados de La Moraña se hicieran corrillos de murmuradores, aunque todos los dedos acusaran a don Luciano, el silencio reinó en la llanura de Ávila.
Pocos meses después, otra tarde lluviosa de otoño, don Luciano vio por primera vez a los segadores que corrían, a lo lejos, entre los campos. Con los años comenzó a acostumbrarse a estas visiones que ya no le abandonarían y que siempre acompañaban a la voz del viento en en los días de aguacero.
***
Don Luciano llora ahora también y grita igual
que los fantasmas de los segadores, que ya se encuentran a menos de un palmo de
distancia.
-Os pagaré lo que os debo, os pagaré, lo juro,
os pagaré...
Puede ya mirarles a los ojos y ante él aparecen
desplegados, con todos sus matices, como en una película a cámara lenta, cada
gesto de dolor de hace cuarenta años, cada mueca de miedo, cada jadeo de la
huida desesperada, cada grito de pavor ante la certeza de la muerte, los
llantos de impotencia, el clamor de las últimas oraciones desordenadas...
Y el viento, ya huracanado, entona, más
intensos que nunca, los acordes de un canto de siega:
cando ven, viña morrendo;
a luciña dos meus ollos,
o amantiño do meu peito"
Don Luciano ya está a punto de tocar con sus
dedos a los tres fantasmas.
-¡Ay, mi cosecha, ay, mis tierras! -dice
mirando a un cielo que ha descendido, negro y rojo, hasta las copas de los árboles.
Entonces los segadores se abalanzan sobre él,
sin dejar de gritar. En ese momento don Luciano se hinca de rodillas en el
barro y pide clemencia.Pero el rugido inmenso de la nube colorada partiéndose en millones de piedras oculta la súplica. Ni siquiera el viento ha podido escucharle.
Y, al igual que sucedió hace cuarenta años,
otra vez, hasta hoy, todas las voces callaron.
El relato:
Milagros
Gil Lázaro nació en Ávila en 1973 y
es periodista. Ha desarrollado su labor profesional en distintos medios de
comunicación, siempre en el ámbito de Castilla y León, como en Europa Press, TVE, y ABC. Con el relato “El
nublado rojo” recibió, este año, el Premio de Narrativa de la Asociación de la
Prensa de Ávila.
Fotografías:
José Luis Nogueira
Bruno Coca
1.- Las fotografías de las siegas están tomadas en los campos de Mamblas en en el año 2001, con motivo de la escenificación de la siega por los segadores gallegos de la comarca de Valdeorras (Orense) y en el marco de la fiesta "Los segadores gallegos en Castilla".
2.- La fotografía de los segadores de pie, pertenece a un fotograma de la película "La venganza" de Antonio Bardem, que se estrenó en 1958.
1.- Las fotografías de las siegas están tomadas en los campos de Mamblas en en el año 2001, con motivo de la escenificación de la siega por los segadores gallegos de la comarca de Valdeorras (Orense) y en el marco de la fiesta "Los segadores gallegos en Castilla".
2.- La fotografía de los segadores de pie, pertenece a un fotograma de la película "La venganza" de Antonio Bardem, que se estrenó en 1958.